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viernes, 29 de abril de 2011

Franz kafka



*Arrastrando sentimientos*

Fue un escritor atormentado. Sus cuadernos mencionan “demonios, desamparo y soledad” y otros términos que refieren un mundo oscuro. Se quejaba de insomnios y jaquecas. En vida solo publicó relatos cortos de escasa trascendencia.
Después de su muerte, Max Brod, amigo y albacea, desoyendo su expreso pedido de destruir los escritos, se ocupó de su publicación. Dora Diamant guardó secretamente 20 cuadernos y 35 cartas confiscados en 1933 por la Gestapo. Aún hoy se buscan trabajos extraviados u ocultos. En su obra, los personajes se mueven consternados frente a un mundo de compleja estructura y códigos ininteligibles, significado que hoy tiene el calificativo “kafkiano”

BUITRES

Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.
Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
—Estoy indefenso —le dije— vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.
—No se deje atormentar —dijo el señor—, un tiro y el buitre se acabó.
—¿Le parece? —pregunté— ¿quiere encargarse del asunto?
—Encantado —dijo el señor—; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?
—No sé —le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí—: por favor, pruebe de todos modos.
—Bueno —dijo el señor—, voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.


EL HÍBRIDO

Tengo un animal curioso mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre. En mi poder se ha desarrollado del todo; antes era más cordero que gato. Ahora es mitad y mitad. Del gato tiene la cabeza y las uñas, del cordero el tamaño y la forma; de ambos los ojos, que son huraños y chispeantes, la piel suave y ajustada al cuerpo, los movimientos a la par saltarines y furtivos. Echado al sol, en el hueco de la ventana se hace un ovillo y ronronea; en el campo corre como loco y nadie lo alcanza. Dispara de los gatos y quiere atacar a los corderos. En las noches de luna su paseo favorito es la canaleta del tejado. No sabe maullar y abomina a los ratones. Horas y horas pasa al acecho ante el gallinero, pero jamás ha cometido un asesinato.
Lo alimento a leche; es lo que le sienta mejor. A grandes tragos sorbe la leche entre sus dientes de animal de presa. Naturalmente, es un gran espectáculo para los niños. La hora de visita es los domingos por la mañana. Me siento con el animal en las rodillas y me rodean todos los niños de la vecindad.
Se plantean entonces las más extraordinarias preguntas, que no puede contestar ningún ser humano. Por qué hay un solo animal así, por qué soy yo el poseedor y no otro, si antes ha habido un animal semejante y qué sucederá después de su muerte, si no se siente solo, por qué no tiene hijos, cómo se llama, etcétera.
No me tomo el trabajo de contestar: me limito a exhibir mi propiedad, sin mayores explicaciones. A veces las criaturas traen gatos; una vez llegaron a traer dos corderos. Contra sus esperanzas, no se produjeron escenas de reconocimiento. Los animales se miraron con mansedumbre desde sus ojos animales, y se aceptaron mutuamente como un hecho divino.
En mis rodillas el animal ignora el temor y el impulso de perseguir. Acurrucado contra mí es como se siente mejor. Se apega a la familia que lo ha criado. Esa fidelidad no es extraordinaria: es el recto instinto de un animal, que aunque tiene en la tierra innumerables lazos políticos, no tiene uno solo consanguíneo, y para quien es sagrado el apoyo que ha encontrado en nosotros.
A veces tengo que reírme cuando resuella a mi alrededor, se me enreda entre las piernas y no quiere apartarse de mí. Como si no le bastara ser gato y cordero quiere también ser perro. Una vez —eso le acontece a cualquiera— yo no veía modo de salir de dificultades económicas, ya estaba por acabar con todo. Con esa idea me hamacaba en el sillón de mi cuarto, con el animal en las rodillas; se me ocurrió bajar los ojos y vi lágrimas que goteaban en sus grandes bigotes. ¿Eran suyas o mías? ¿Tiene este gato de alma de cordero el orgullo de un hombre? No he heredado mucho de mi padre, pero vale la pena cuidar este legado.
Tiene la inquietud de los dos, la del gato y la del cordero, aunque son muy distintas. Por eso le queda chico el pellejo. A veces salta al sillón, apoya las patas delanteras contra mi hombro y me acerca el hocico al oído. Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira deferente para observar el efecto de su comunicación. Para complacerlo hago como si lo hubiera entendido y muevo la cabeza. Salta entonces al suelo y brinca alrededor.
Tal vez la cuchilla del carnicero fuera la redención para este animal, pero él es una herencia y debo negársela. Por eso deberá esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que me instigan al acto razonable.
EL RECHAZO

Cuando encuentro una chica hermosa y le ruego: “Sé buena; ven conmigo”, y ella sigue de largo, muda, con eso quiere decir:
“No eres ningún duque de apellido rimbombante, ni un fornido americano con porte indio, con ojos de equilibrada tranquilidad, con una piel masajeada por el aire de las praderas y por los ríos que las atraviesan; no has visitado ni navegado los grandes mares, que yo no sé dónde quedan. Entonces, vamos a ver: ¿por qué yo, una chica hermosa, tengo que ir contigo?”
“Olvidas que ningún automóvil te pasea balanceándose en largas acometidas por las calles; no veo ceñidos en sus vestiduras a los caballeros de tu séquito, que, en perfecto semicírculo, van detrás de ti murmurándote bendiciones; tus pechos han sido puestos en orden dentro del corpiño, pero tus muslos y caderas se desquitan de aquella continencia; usas un vestido de tafetán plisado, como los que tanto nos gustaron el último otoño, y no obstante sonríes –¡y ese peligro mortal en el cuerpo!– de tanto en tanto.”
“Sí. Los dos tenemos razón; y para no darnos cuenta irrevocable de eso, mejor… ¿no te parece?... cada uno se va solo a casa”

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